Unos años atrás la hubiésemos encontrado aferrada a la máquina de coser, pero a la altura de sus ocho décadas ya Libia Ortega Ramírez dejó a un lado el arte de la costura.
Conversamos en el jardín de su casa, en Media Luna, rodeada de plantas y de recuerdos que mantienen vivo en ella el espíritu de aquella joven de unos 17 años de edad que salió un día de la intrincada zona de Colorado para La Habana y regresó convertida en costurera.
“Se hizo una convocatoria para las campesinas que quisieran participar en un curso por seis meses ‘Ana Betancourt’, donde aprendimos a coser, bordar y hacer algunos trabajos manuales con el objetivo de en un futuro cuando regresáramos a nuestra zona enseñar las demás que no pudieron incorporarse”, rememora.
La creación de las Escuela para campesinas Ana Betancourt, en 1961, que preparó en el oficio de corte y costura a miles de féminas del campo de todo el país, marcó un punto de giro en la vida de Libia.
“Fue una etapa muy linda de la Revolución donde aprendimos muchas cosas que nosotros no sabíamos, ya después nos casamos y la vida empezó a cambiar”, confiesa.
Hoy ella afirma con orgullo que aquellas fueron experiencias inolvidables que le permitieron integrarse activamente a la sociedad y a la naciente Revolución.
“Ayudó mucho a la juventud, enseñó mucho, eso no lo podemos olvidar nunca, nunca lo podemos olvidar”, dice mientras dibuja el agradecimiento eterno en cada uno de sus leves gestos.
Aunque ya no cose, Libia jamás dejará de perpetuar en su memoria el oficio de toda la vida, al que llegó un día sin pretenderlo gracias a las oportunidades de emancipación para las mujeres del campo que abrió la Revolución.
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