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Papá

La habitación ha cambiado de dueño. Ya no es más el espacio propio del joven, que deja en la cama un celular encendido, o sobre las sillas, alguna apurada camiseta, para salir con otra, y al regreso, impregnar las paredes de música, o de experiencias recién vividas.

En la familia un padre anciano lo precisa, y nada hay que discutir. La comodidad puede esperar, no así las atenciones que necesita el que fecundó, el que respiró respirando junto al hijo, el que soñó con el rostro que un día lo llamaría papá.

Un andador, medicinas en la mesita, algún que otro aditamento para aliviar su actual estado, ocupan ahora el mejor cuarto, el de las mejores condiciones, el que a partir de ahora se le ha destinado. Hasta allí habrá que llevarlo cada noche, para dormir; y habrá que estar en la mañana, o tal vez en la madrugada, si se oye algún reclamo, porque el invierno de la edad a todos llega, y no ha de faltarle el calor a quien nos cuidó bien.

La mente es fértil y vuela hacia la infancia, cuando el padre era un muchacho y las fuerzas que hoy le faltan le sonreían. Verlo ahora colocar despacio la tacita del café, y recordarlo en aquel parque de barrio que entonces nos pareció inmenso, es casi la misma cosa.

Sus brazos, hoy débiles, se tornan fuertes y movidos, mientras impulsan una y otra vez el columpio; o procuran ser malla segura, por si el cachumbambé da duro contra el piso. La mano temblorosa se hace firme para limpiar, con el paño que lleva en la mochila, el rostro sudado del pequeño que no para de retozar. Los dedos frágiles se nos antojan en la memoria, quitando la tierra de las pequeñas rodillas, raspadas por alguna travesura.

Habrá que ayudarlo con el baño. Podría el recato apelar ante el senil desnudo. Pero no hay nada que no pueda vencer el amor, que endulza la dificultad del día. A menudo, mientras se le prepara el alimento, escucha una de esas canciones de la Década prodigiosa, buscadas exprofeso, para ver si es posible arrancarle una sonrisa. Algunas tienen historias que, con voz entrecortada, consigue contar.

Verlo saborear su postre favorito es también motivo de presencias. La retrospectiva sigue en ristre. Se nos va el recuerdo a aquellos tiempos en que la adolescencia buscó el consejo; o a la salida inolvidable al restaurante fino, o al rústico, o al que pudo. O a aquel concierto para el que hizo ilusionadas reservaciones, y se le vio feliz y cantando bajito.

Quiere irse a acostar. El cuerpo cansado pide cama, y no sabemos qué sueña. Tal vez con las mismas cosas que mirarlo provoca; tal vez con los más bellos últimos momentos, cuando todavía podía valerse por sí mismo, llamar por teléfono, salir a caminar.

El ocaso, con dosis de tristeza, debería estar acompañado de esos resortes del alma que se las arregla para salvar del olvido las más sagradas cosas. Al menos eso sienten los buenos hijos, los que revisten de amor a su padre, eternamente joven, eternamente amado, eternamente vivo.

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